ingrassia/colovini on 28 Dec 2000 04:54:50 -0000


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En las aguas heladas del cálculo egoísta

Por Daniel Link

http://www.pagina12.com.ar/2000/suple/libros/00-12/00-12-03/nota2.htm

Baudelaire escribió la mejor defensa del realismo que nunca se haya escrito:
para el más célebre cultor del art pour l’art (pero no el mejor, que sigue
siendo Rubén Darío), lo moderno es una mitad del arte, cuya otra mitad es la
belleza. La frase escrita por Baudelaire en El pintor de la vida moderna (el
pintor moderno de la vida sería exactamente otra cosa: el vanguardismo), que
Walter Benjamin y Theodor W. Adorno no han hecho sino parafrasear, explica
esa relación de exterioridad entre la modernidad y la novela realista,
incansable perseguidora de “lo nuevo” para intentar volverlo materia
novelesca –en principio– y, en última instancia, explicarlo.
La obligación del arte (de acuerdo con el precepto baudelaireano) es dotar
de eternidad –de trascendencia– a lo moderno, que por su propia dinámica (su
velocidad, su vértigo y su caducidad) es siempre víctima de envejecimiento
prematuro. Ese hueco incómodo que constituyen las escasas (y a menudo
tontas) observaciones teóricas de Marx sobre el arte sólo puede llenarse a
partir de las teorías de Baudelaire, que inauguran una línea de
interpretación “baudelaireana-marxista” de los fenómenos estéticos respecto
de la cual Michel Houellebecq es su último y grandioso representante.
La costura que une estos dos sistemas aparentemente enemigos (la teoría
crítica de la sociedad y la estética de l’art pour l’art) es un radical
rechazo del presente tal como es. No otra cosa viene a decirnos Houellebecq
en todas y cada una de las intervenciones recopiladas en El mundo como
supermercado. Repetidamente acusado de pesimista cultural, Houellebecq
confirma ese diagnóstico (“Vamos hacia el desastre guiados por una imagen
falsa del mundo. Lo único que realmente puede mantenernos con vida es el
sentido del deber”, dice en este libro), al mismo tiempo que abomina
igualmente de la novela de mercado (“prisionera de un sofocante estudio de
comportamientos”) y de la prosa experimental (“nunca he podido asistir sin
que se me encoja el corazón al derroche de técnicas de tal o cual formalista
Minuit para un resultado final tan pobre”).
Una forma “superior” de realismo (crítico hasta la desesperanza) parecería
ser lo que propone Houellebecq, fundando sus reclamos en Baudelaire, Marx
(sobre todo en el que escribe “el triunfo de la burguesía ha ahogado los
estremecimientos sagrados del éxtasis religioso, del entusiasmo caballeresco
y del sentimentalismo barato en las aguas heladas del cálculo egoísta”) y
Schopenhauer (de cuya frase, “La primera, y casi la única condición de un
buen estilo es tener algo que decir”, Houellebecq se declara seguidor). Se
trata, pues, de devolver a las representaciones del mundo todo su poder
crítico y trágico a través “de dos enfoques complementarios: el patético y
el clínico. Por un lado la disección, el análisis frío, el sentido del
humor; por otro, la participación emotiva y lírica”.
Allí están las novelas y los libros de poemas de Houellebecq para verificar
hasta qué punto cumple con este programa que pretende devolverle a la
literatura alguna forma de eficacia. Detengámonos, por el momento, en las
intervenciones reunidas en El mundo como supermercado. Hay entrevistas,
soberbias viñetas narrativas (agrupadas bajo el título “Tiempos muertos”),
un poema para una instalación, un largo ensayo, “Aproximaciones al
desarraigo” (que tal vez constituya la mirada más aguda e implacable sobre
el final de los años 90) y una serie de intervenciones cortas y de una
densidad conceptual que sólo puede compararse a los mejores momentos de los
más grandes cultores del fragmento (Walter Benjamin, Jorge Luis Borges,
Roland Barthes): “Jacques Prevert es un imbécil” encabeza estratégicamente
esa lista.
Para Houellebecq, queda dicho, el mundo es espantoso tal cual es. Esa verdad
sencilla no necesita de mayores demostraciones: “Las sociedades animales y
humanas establecen diversos sistemas de diferenciaciónjerárquica, que pueden
basarse en el nacimiento (la aristocracia), la fortuna, la belleza, la
fuerza física, la inteligencia, el talento... Todos estos criterios me
parecen igualmente despreciables y los rechazo; la única superioridad que
reconozco es la bondad. Actualmente nos movemos en un sistema de dos
dimensiones: la atracción erótica y el dinero. El resto, la felicidad y la
infelicidad de la gente, deriva de ahí. Para mí no se trata en absoluto de
una teoría: es cierto que vivimos en una sociedad simple, así que estas
pocas frases bastan para dar una descripción completa”.
Contra un mundo así definido (y con sus agentes del mal bien localizados: la
publicidad, la cosmovisión new age, los medios masivos de comunicación),
Houellebecq reivindica unas cuantas verdades a la vez sencillas y
misteriosas: “No me parece sensato empeñarse durante más tiempo en el
sufrimiento y en el mal. Hace cinco siglos que la idea del yo domina el
mundo; ya es hora de tomar otro camino”; “Es posible que la masculinidad sea
un paréntesis en la historia de la humanidad; un desgraciado paréntesis”;
“Algunos seres con valores desviados siguen asociando la sexualidad y el
amor”. Cada cual sabrá qué frase de Houellebecq lo interpela
particularmente, pero nadie podrá declararse “indiferente” en relación con
todas ellas.
A la pregunta sobre el papel de la literatura en un mundo vacío de sentido
moral como el nuestro, el intelectual responde: “Un papel penoso, en
cualquier caso. Dado el discurso casi de cuento de hadas de los medios de
comunicación, es fácil hacer gala de cualidades literarias desarrollando la
ironía, la negatividad, el cinismo. Pero cuando uno quiere superar el
cinismo, las cosas se ponen muy difíciles. Si alguien consigue desarrollar
en la actualidad un discurso que sea a la vez honesto y positivo, modificará
la historia del mundo”. A juzgar por estas intervenciones, uno de ésos
parece ser Houellebecq (1958), nuestro contemporáneo.



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