sottiglume on 18 Mar 2001 03:03:09 -0000


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::::::sottiglume::::::::::::PENSAMIENTO:::::::::::::



Cultura abierta: el fin de la propiedad intelectual

por Alberto Vázquez


Nuestro futuro depende de nuestra filosofía.
            -Richard Stallman.


Ignorar que la aparición y desarrollo de las tecnologías están suponiendo
grandes cambios en el entorno social occidental -donde el acceso a los
ordenadores y a las líneas telefónicas está generalizado- es, cuanto menos,
un ejercicio de irresponsabilidad. No por ignorar lo que sucede, ello deja
de suceder. A pesar de todo, muchos se empeñan en seguir afirmando que las
reglas del juego existentes son las reglas del juego permanentes. Visiones
obsoletas y planteamientos conservadores y profundamente mediocres, dan al
traste con proyectos que no merecían, a priori, tan severo e injusto trato.

En, por decir algo, treinta años transmitiendo datos a través de redes y,
siete u ocho haciéndolo de manera intensiva y más o menos generalizada,
hemos aprendido algo muy esencial: quizás éste no sea el medio definitivo,
pero, desde luego, es un medio excepcional para distribuir todo lo que nos
venga en gana. Nos costará pensar algo mejor. Las tecnologías digitales
aplicadas a la transmisión de datos son uno de los avances capitales en el
desarrollo de la humanidad.

Quienes mejor saben de sus bondades, obviamente, son quienes más las
utilizan. Al tratarse de un medio muy tecnologizado, son los técnicos y,
principalmente, los técnicos de computadoras, los que configuran la
vanguardia del medio y establecen, con sus actuaciones y apuestas, los
pilares de lo que han de ser las filosofías digitales. Una comunidad de
usuarios de las tecnologías digitales, relativamente reducida y en extremo
opaca al resto del mundo, ha establecido, de la manera más natural e
innovando sobre la marcha, toda una serie de argumentos e ideas que podemos
considerar el germen de lo que han de ser los comportamientos de los humanos
que se encuentran en los extremos finales de las redes de transmisión de
datos.

Nosotros, que no somos ni técnicos ni disponemos de vocación suficiente para
serlo, miramos con una mezcla de pasión y desconocimiento todo lo que ahí,
en ese grupúsculo esencial que se ha dado en llamar cultura hacker y sobre
el cual tantas y tan erróneas leyendas discurren, está sucediendo día a día
y, más aún, a una velocidad vertiginosa. Este grupo de personas ha
configurado, con su trabajo y su dedicación, una importante y sólida
filosofía que prima sobre cualquier otro factor, el interés por el
aprendizaje y el alcance, siempre, de la máxima potencialidad del
conocimiento y la obra creativa.

En un periodo de menos de diez años que podemos generalizar denominando "los
noventa" se han sucedido una y más formas de crear, distribuir, almacenar y
recrear aplicaciones informáticas. Algunos de estos escritores de software
han desarrollado toda una filosofía que prima, sobre cualquier otro
condicionante, los valores ancestrales del conocimiento por el conocimiento,
la libre circulación de la información y el desarrollo extremo de las formas
de democracia. Viejas ideas para nuevos tiempos. Pero, lejos de vacuos
idealismos carentes de soporte intelectual y material, la cultura hacker se
puso manos a la obra y, en menos tiempo del que ocupamos otros analizando el
propio proceso, se embarcaron en la más feliz de las empresas del fin del
milenio: el conocimiento a pesar de todo y de todos.

No nos equivocamos si decimos, y así hay que hacerlo, que la comunidad más
activa y atractiva de la última década la han formado legiones de escritores
de programas y aplicaciones, muchos de ellos anónimos y movidos por el único
y renacentista afán de abarcar el conocimiento. Desde luego, la aparición de
las tecnologías digitales ha sido el factor determinante para que esto
suceda. Pero ha sido un proceso en el que la pescadilla se muerde la cola:
las tecnologías se desarrollan eficazmente por los desarrolladores utilizan
eficazmente las tecnologías que desarrollan.

La culminación de estos procesos, tan interesantes para la historia de la
creatividad humana como crípticos para quienes se dedican, desde el
exterior, a su análisis y estudio, han, por fin, alcanzado un estadio de
madurez suficiente para ir un paso más allá: ya no son sólo patrimonio de
los técnicos las filosofías más atractivas del cambio de milenio.

Open source

El momento decisivo de este proceso, tiene lugar el 22 de enero de 1998
cuando la compañía de software Netscape Communications decide hacer público
el código fuente de su programa Navigator. Este programa fue, y aún lo es
para los más románticos, la aplicación más poderosa para moverse por la
World Wide Web, es decir, para comunicar personas de forma masiva y a escala
mundial. Liberar el código fuente significa que además del programa en sí,
Netscape ponía a disposición de quien quisiese, sus tripas. La compañía, en
una decisión sin precedentes, nos enseñaba su juguete más preciado y nos
permitía, además, jugar con él.

Ni dos semanas después, el 3 de febrero, se reúnen en Palo Alto, California,
un puñado de gurús que deciden dar nombre a todo el proceso que se les venía
encima: open source o, en castellano, código fuente abierto. En unas horas,
los presupuestos básicos de la más importante filosofía de los últimos
tiempos estaban sentados y abiertos al debate.

Bien es cierto que Richard Stallman, ya desde 1984, se encontraba trabajando
decididamente en esta dirección. Stallman defiende, desde entonces y con
sumo ahínco, que acceder a los programas informáticos para utilizarlos e,
incluso, modificarlos, es un derecho que no debe ser reconocido por nadie.
Por ello, se embarcó en un complejo proceso que ha conseguido crear un
importante software libre que, desde su nacimiento, dispone del código
fuente abierto de manera que quien lo desee pueda introducir modificaciones
sobre él. Stallman, con su titánico esfuerzo, ha conseguido crear toda una
filosofía en relación a la comunicación de las personas con las
computadoras: cualquiera debe ser absolutamente libre en el uso de los
programas de ordenador y puede hacer con ellos lo que quiera, excepto
establecer restricciones a usuarios futuros.

Las características básicas del open source así como de la filosofía de
Richard Stallman, se orientan, exclusivamente, a la producción y desarrollo
de software. Disponer del código fuente permite a quien quiera escrutar sus
procesos más íntimos y, por supuesto, después de comprenderlos y
asimilarlos, tratar de mejorarlos. Ésta es la tesis básica del open source:
cuantos más seamos trabajando al unísono sobre un material determinado,
mejor será el resultado final. Ya es bien sabido que cuatro ojos ven mejor
que dos. Y si se trata de varios cientos de ojos, la regla de tres es
simple.

Pero además, el open source establece una filosofía de distribución. Permite
a cualquiera reproducir cuantas veces quiera el producto editado bajo esta
licencia, incluso con intereses comerciales. Y no sólo eso: impide de forma
explícita que se impida a nadie trabajar sobre productos open source. Sólo
de esta manera el objetivo de obtener la mejor de las variantes posibles de
un producto determinado puede llevarse a buen puerto.

El fin de la propiedad intelectual

Pero hay un efecto, llamémosle colateral, del open source que golpea
directamente con toda la concepción moderna del arte y, en general, de las
actitudes creativas. Si muchas personas trabajan en el desarrollo de un
producto sobre el supuesto de que todas lo hacen en igualdad de condiciones
y régimen comunitario, ¿a quién pertenece el producto final?

Más aún. ¿Y si aplicamos esta filosofía no sólo a la escritura de software
sino también, por ejemplo, a la escritura de novelas? ¿Se siente alguien
capaz de mejorar "Cien años de soledad"? ¿No? ¿Y de modificarla por el
simple gusto de hacerlo?

Existen precedentes. La industria de la pornografía lleva años haciendo
esto. Se toma el motivo de una película de éxito -generalmente basta el
título, el ambiente histórico y cuatro detalles más- y se rueda la versión
porno. De hecho, una película que merezca la pena, ha de tener su remake
porno. De lo contrario, ni se molesten en ir a verla.

Anécdotas aparte, la propiedad intelectual ha sufrido cambios desde que las
tecnologías digitales hicieron su aparición. La democratización tecnológica
nos abre camino a un universo de delitos privados que todos practicamos con
mayor o menor ahínco. Desde las vulgares copias de compact-discs hasta el
almacenamiento de impúdicas fotografías obtenidas a través de Internet, el
común de los mortales se ha lanzado al sano ejercicio de violar los derechos
de otros. El problema tiene difícil solución. No se puede perseguir a todo
el mundo ni pretender que todos acabemos en la cárcel. Incluso las grandes
empresas de televisión digital andan enfrascadas en arduas e infructuosas
luchas contra la descodificación ilegal de sus señales. Porque, aunque la
ley reconoce que quien emite las ondas es su propietario, bien es cierto que
lo que hay dentro de mi casa es mío y hago con ello lo que me place. Y si
alguien quiere comprobar si dentro de mi hogar delinco con el mando a
distancia, que traiga, por favor, una orden del juez.

Pero tuvo que llegar 1999 para que el asunto de la violación de los derechos
de los autores fuese tomado en serio. Hubo de aparecer un software llamado
Napster que, de la noche a la mañana, revolucionó toda una manera
tradicional de entender las relaciones autor/consumidor. Por primera vez en
la historia de la distribución de obras creativas, el consumidor asumía el
control y decidía hacer lo que le placiese sin que el autor ni los
estamentos asociados a él pudieran hacer nada por evitarlo.

Napster es un software que permite el intercambio indiscriminado de ficheros
informáticos que, a su vez, contienen ese bien tan preciado y costoso que es
la música. Según las compañías discográficas, que viven, como es sabido, de
vender a precio de oro copias y copias de un producto inicial que apenas les
cuesta nada, Napster violaba todos y cada uno de los derechos que le asisten
al autor. Muchos músicos, viendo peligrar sus cuentas corrientes, se sumaron
a la idea. Pero no había demasiado que hacer: se había sembrado la semilla
para que la propiedad intelectual no fuese a ser jamás lo que había sido.
Porque, hay que decirlo, el problema real de Napster es que tiene más
usuarios utilizando sus servicios que habitantes muchos países del planeta.
Éste es y no otro el verdadero problema. Cuando millones de personas hacen
al mismo tiempo algo que, circunstancialmente, va contra los intereses
económicos de unos pocos, éstos últimos ya pueden montar en cólera todo lo
que quieran. El fenómeno perdurará y será la ley la que habrá de
reajustarse. Y ellos, los de los intereses económicos, también. Por la
cuenta que les trae.

Si se puede ver, se puede modificar

Las tecnologías digitales ofrecen un sinfín de mejoras a las tecnologías
tradicionales. Basta disfrutar de la experiencia de enviar un mensaje de
correo electrónico para darse cuenta de ello. Pero a todas sus bondades,
llamémosles obvias, hay que sumarle una no menos interesante: permiten
sucesivas, múltiples y ramificadas modificaciones de un producto original.
Esto que digo puede sonar a evidente para los usuarios habituales de las
nuevas tecnologías, pero no estará de más recordarlo para los que no las
frecuentan tanto como quisieran. Un libro publicado en formato impreso tiene
un coste de producción que crece proporcionalmente al número de unidades que
de él se editen. Un libro publicado en formato digital y distribuido en
Internet tiene siempre el mismo coste independientemente del número de
ejemplares que de él se distribuyan y dicho coste, además, será siempre
cercano a cero.

Si bien es cierto que quienes son autores de obra creativa distribuida a
través del medio digital -y estamos hablando de todas las disciplinas
literarias, de muchas de las plásticas, de las musicales y, poco a poco,
también de las cinematográficas- se cuidan mucho de defender sus derechos
por medio de la utilización de medios tan dispares como son la criptografía
o la ley, no es menos cierto que todo lo transmisible digitalmente es
susceptible de ser intervenido. Ya, a día de hoy, los legisladores de los
países más avanzados en la materia, se encuentran sumidos en un debate para
dilucidar cuál ha de ser la ley que a todos contente cuando se trata de
distribuir digitalmente.

Este hecho, trae sin cuidado a la comunidad de usuarios de estas
tecnologías. No hay un sólo usuario de Napster preocupado por la presunta
maldad de su proceder y, a buen seguro, todos ellos duermen como benditos
por las noches. Nadie de los que coleccionan imágenes, textos, música o
vídeos obtenidos a través de Internet se preocupa lo más mínimo de los
derechos presuntamente violados al autor que generó el original. Es más, en
muchos casos, la autoría de estas obras se ha diluido en las muchas
distribuciones de la misma.

Llegado este punto, es difícil seguir sosteniendo métodos y maneras de
creación y distribución al uso tradicional. La revolución está hecha y las
filosofías futuras establecidas. Ahora es el momento de explicar las
bondades de esta nueva era. Y de que el autor se adapte a ella.

El autor es el mayor enemigo de la cultura

Si atendemos a los parámetros que configuran la filosofía open source, el
objetivo final al que todo se supedita, es la obtención de la máxima calidad
manteniendo el máximo grado de desarrollo. La cultura, ese ente abstracto
que uno tiene la tentación de escribir con mayúscula, de igual forma, ha de
tener un único fin: desarrollarse siempre al máximo para prestar, así, el
mejor de los servicios a la sociedad. ¿Por qué hemos de conformarnos con
medias tintas si podemos abarcarlo todo?

Dando por bueno este razonamiento, encontramos que el autor, cuando defiende
el derecho al reconocimiento sobre su obra, lastra el desarrollo de la
cultura pues impide a ésta desarrollarse en su máxima capacidad. Legítimo es
su derecho e ilegítima la obsesión de otros por violárselo, pero sólo la
cultura se desarrollará en toda su amplitud si éste último proceso se da de
forma fehaciente.

Por ello, ha de surgir, también para las disciplinas artísticas, una cultura
open source que trabaje exclusivamente al servicio de la cultura y no de los
autores ni, mucho menos, de toda la pléyade de intermediarios que traban con
decisión los procesos creativos. Este proceso, por continuar con la
nominación que estamos utilizando y reconocerse deudor de su predecesor
informático, se puede llamar cultura abierta.

Cultura abierta

A partir de este momento, y haciendo buenos los fundamentos que nos ocupan,
vamos a beber directamente de la cultura open source y de sus tesis para
tratar de trasladarla a la cultura artística. Se trata, ahora, de establecer
los puntos básicos a partir de los cuales se han de desarrollar procesos
creativos que impulsen con fuerza cultura como meta final.

Cultura abierta significa tratar por todos los medios a nuestro alcance de
establecer procesos culturales cuyo principal objetivo sea evolucionarse a
sí mismo y, si se diera el caso, concluirse en el menor tiempo posible y
obteniedo en mejor de los resultados alcanzables. Utilizar todos los medios
a nuestro alcance supone, de una manera clara, renunciar a muchos de los
derechos que a los autores les asisten de manera tradicional.
Principalmente, y de manera genérica, el derecho a la reproducción y
distribución de las obras propias y el derecho a la modificación de la obra
original. Este último, llevado a las últimas consecuencias, supone una
renuncia, incluso, a la propia autoría de la obra de arte.

La defensa de la propiedad intelectual es nociva para el autor

Si entendemos que el fin de la cultura abierta es desarrollar la mejor de
las culturas, tampoco hemos de perder de vista el hecho de que esta
filosofía redunda en beneficio del autor. Aunque ya hemos señalado que
trabajando en cultura abierta pueden darse casos de pérdida de la autoría
(sobre todo cuando muchos agentes se vean implicados en un mismo proceso y
los trabajos se lleven a cabo de manera zigzagueante e intrincada), no
siempre ha de ser así. El autor o autores de una obra pueden continuar
siendo reconocidos como tales a pesar de que hayan renunciado a la mayor
parte de sus derechos. Esta renuncia conlleva, como ya se ha señalado, abrir
todos los procesos de distribución. Si la obra puede viajar libremente, el
nombre, el pensamiento y la referencia al autor, lo harán en igual medida.

Muchos autores -y hay que aclarar que cuando nos referimos a autores nos
estamos refiriendo a todos los autores y no sólo a los que lo son de forma
reconocida, popular y de sobra remunerada- traban continuamente su labor y
el desarrollo posterior de la misma cuando obstaculizan su reproducción. Las
obras, los pensamientos y los mensajes artísticos que quieran prosperar han
de tener en cuenta que defender de manera conservadora los derechos de autor
que les son inherentes, obstaculizarán de forma decisiva su progreso. Se
anquilosarán y, en la mayor parte de los casos, morirán al poco de haber
nacido. Muchas de ellas habrán alcanzado un desarrollo tan escaso, que no
podrán, a ojos de un observador desafectado, ostentar la categoría de obras
conclusas.

La obra y su valoración económica son fenómenos disociables y deben ser
tratados por separado

A la cultura sólo le interesa la obra y debe apostar por ella prescindiendo
de la valoración económica. Son dos aspectos distintos que deben ser
tratados por separado. A pesar de ello, no hemos de olvidar que el autor
desea obtener ingresos económicos derivados de la venta de su obra. Bajo la
filosofía cultura abierta, no sólo no se impide que el autor comercie con su
obra, sino que se autoriza de forma expresa. Con una salvedad: el autor no
mantiene el derecho de comerciar con exclusividad. El libre derecho a la
circulación y distribución del producto cultural se contrapone a este
precepto. Así, el autor podrá vender copias digitales de su material
artístico, pero otros podrán hacerlo de igual manera y con el mismo ánimo de
lucro. Además, mantener una tesis abierta, significa que nadie podrá
oponerse a que nadie distribuya copias, con o sin interés lucrativo, con o
sin variantes sobre el original.

Fluya libremente la cultura

Digámoslo con un ejemplo y experimentando en carnes propias. Establezcamos
los parámetros básicos de la licencia de distribución de los productos
culturales en régimen de cultura abierta.

Este artículo me pertenece a mí que soy su autor. Esta versión inicial del
mismo es de mi autoría y es lo único que decido conservar. A partir de aquí,
autorizo todas las reproducciones que se quieran dar a este texto incluso
las que tengan como objetivo principal el de obtener un beneficio lucrativo
para quien efectúa la distribución. Tan sólo ruego -pero no obligo- a que se
mantenga la mía, como la autoría principal del original. Por supuesto, y
siguiendo el hilo de la argumentación previa, quedan expresamente
autorizadas cuantas modificaciones a este texto quieran realizarse. Pueden
modificarse el sentido de unas pocas frases o sustituir párrafos completos.
Queda esto al exclusivo juicio de los que vengan detrás.

Pero he de poner ciertas condiciones al acuerdo. Estas condiciones no son
sino las ya establecidas por los desarrolladores de software open source y
que, en resumen, son las siguientes:

*    Los productos culturales deben circular libremente. De esta manera, los
productos editados bajo esta licencia, pueden distribuirse, entregarse o
venderse con total libertad. Este sistema de distribución potencia la obra y
ayuda al autor a desarrollarla hasta sus últimas consecuencias. Pero la
libertad ha de ir más allá: podrá exigirse una contraprestación económica
siempre y cuando no se impida la modificación de la versión en cuestión, que
habrá de ser siempre y en todo caso abierta y libre.


*    La obra creativa debe de facilitarse de tal manera que pueda ser
modificada libremente por quien quiera, como quiera y cuando quiera. Si esto
no fuera posible de manera directa, se establecerá un sistema alternativo a
través de Internet.


*    No se debe permitir la discriminación de personas o grupos de personas
en el trabajo sobre una obra distribuida con este tipo de licencia. De igual
manera, los autores de las distintas distribuciones pueden decidir
libremente qué versiones de la obra deben formar parte de ellas. Los
trabajos que resultan de modificar las obras originales o sus posteriores
versiones, han de distribuirse con el mismo tipo de licencia que las
anteriores.


En definitiva: se autoriza la libre modificación y distribución de este
documento siempre que se permita hacer lo propio con el producto resultante .

Nuestro futuro depende de nuestra filosofía

Siguiendo las palabras de Richard Stallman, hemos de entender que nuestra
responsabilidad ha de ser una y sola una: permitir el máximo desarrollo de
la cultura ofreciendo todo el poder de control sobre ella a los usuarios. El
resto, es siempre secundario. Por ello, la filosofía ha de estar clara: nos
preocupa el conocimiento y nos preocupa no vivir en la mejor de las
sociedades posibles. Tenemos los medios y están, ahora más que nunca, a
nuestro alcance. Los derechos de unos pocos deben de carecer de importancia
para conseguir, entre todos, ventajas substanciales. Sobre todo y teniendo
en cuenta que el hecho de pasar por alto dichos derechos, redunda, a largo
plazo, en beneficio de los que los ostentan.

Dejemos a la cultura fluir con libertad. Permitamos que se desarrolle
siempre al máximo nivel y que cualquiera pueda convertirse en agente
implicado tan sólo por desearlo. Por favor, lean, modifiquen y distribuyan
este texto. Libremente, claro.

 

_______________
Alberto Vázquez es escritor. Para más información sobre su actividad, puede
visitarse su sitio web en Internet.

 
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artículo por cualquier tipo de medio, así como realizar cambios, mejoras o
ampliaciones al original y distribuirlas libremente. En este caso, todos los
textos derivados del presente, han de ser susceptibles de ser, a su vez,
rehechos y modificados por posteriores autores y permitirse su libre
circulación.

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