ayuste on 27 Sep 2000 15:52:18 -0000


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[nettime-lat] Antonio Yuste


Identidades enfermizas

Se han suscitado dos asuntos que me interesan particularmente. Uno de
ellos es el de la xenofobia en sus múltiples y variadas formas (Fran
Illich y Pedro López Casuso) y otro el de los antropólogos en esa doble
variante de buscadores de ¡autenticidad!, buscadores de raíces, e
individuos sin escrúpulos.

Quiero hablar en esta mi primera comunicación del testimonio personal de
Fran Illich, un caso de xenofobia, no aislado, en el territorio de la
antigua Alemania del Este.

Hace años en plena guerra fría, en la época de Reagan (1980-1984), más o
menos en el pleistoceno, cuando se hablaba de CentroEuropa como teatro
táctico de operaciones nucleares, cuando se desplegaron los famosos
euromisiles y se organizaron espectaculares manifestaciones en Europa
Occidental, básicamente en Alemania y Francia (a la fuerza ahorcan),
recuerdo haber visto una portada de la revista Stern una pancarta —entre
otras muchas y como parte de una de tantas manifestaciones 'verdes' de
la época— en la que se veía un mapa de Alemania unificada, en cuya
silueta, por la forma, se adivinaba que llegaba hasta Könisberg (actual
Kaliningrado) e incorporaba los ‘Sudetes’.

Me llamó mucho la atención. Siempre me he preguntado, y con algunos
amigos alemanes he hecho pesquisas sinuosas para averiguarlo, por la
naturaleza de los sentimientos de los ciudadanos alemanes, básicamente
los que han crecido en la postguerra y se han formado en la agitación
político-cultural de los aliados contra los alemanes-nazis (filmografía
y literatura donde no es posible separar alemán de nazi).

Y digo pesquisas sinuosas, complejas, porque es imposible que un alemán
medianamente formado proporcione respuestas distintas y ajenas al
discurso de los derechos humanos. Pero una cosa es la razón y otra el
sentimiento de humillación en el que han crecido varias generaciones.
¿Mé he preguntado siempre si como español que soy se me puede exigir
responsabilidades por los episodios oscuros de la llegada a América, de
la expulsión de los judíos, de los moriscos o de los tribunales de la
Santa Inquisición?

La respuesta que siempre me he dado es que sí. Se me deben exigir
responsabilidades, pero más como ciudadano unviersal que cómo español.
La razón es sencilla, no consigo, íntimamente, lo confieso, sentirme
responsable de lo que hicieron mis antepasados. Es más, no reconozco la
autoridad de nadie y desde luego desconozco argumentos de peso que me
obliguen a pensar en tales términos, que me obliguen a asumir la
responsabilidad histórica por todo un pueblo en el que no creo. No creo,
por definición, en la categoría ‘pueblo’ como portadora de algún tipo de
esencia o singularidad más allá de las anécdotas gastrónomicas, las
variopintas morfologías, hitos desiguales y el uso de peculiares ruidos
y signos para comunicarse (todos nombramos las mismas cosas).

En general no me importa que se me haga responsable de los episodios
oscuros de la llegada a América de supuestos antepasados míos. Confieso,
no obstante, que he sido víctima en alguna ocasión de una beligerancia
extrema y extemporánea, usada con odio, cinismo y gran oportunismo. Si
no creo en las cualidades genéticas de ningún pueblo, al menos de
momento, menos aún puedo creer en la categoría ahistórica de pueblo. El
pueblo español de hoy no es el mismo que el de 1500.

Es cierta, en ocasiones, la existencia de una corriente de comunicación
no verbal, no lógica o argumentativa, más potente, emocional, que se
transmite sin hablar con los gestos y actitudes que traspasa las
generaciones. Estoy hablando de conductas que se aprenden y que unas
generaciones trasladan con método, consciente o incoscientemente, a
otras. Desde ese punto de vista me siento más responsable ante la
historia y el resto de pueblos o de ciudadanos.

Me estoy refiriendo a sentirse parte de la religión verdadera
(católicos, ortodoxos y musulmanes); a sentirse parte del pueblo elegido
(judios); a tener hilo directo con Dios (protestantes); a tener derecho
a reencarnase en toda la fauna y flora del planeta a través del tiempo
(hinduismo); a creerte el primero en algo; a suponer que formas parte de
algo imprescindible; y a suponer, en suma, que formamos parte de las mil
y una eternidades y ser portador de algo inmutable e irrepetible
(nacionalismos).

Tengo gran fé en que la globalización prospere, las TICs se expandan,
los oxímoron fáciles no pasen de un mero perfomance y de que la
diversidad, sin cautelas jurídico-políticas decimonónicas, se celebre.
Tengo gran fe en que se celebre la hibridación, de que las culturas se
contaminen hasta hacer irreconocibles las neurasténicas historias
nacionales trufadas de gansadas.

Admito que me conformaría con que los estados nacionales, me refiero a
sus respectivos pueblos, no se incordiaran los unos a los otros.

Viene a cuento lo anteriormente dicho por la vitalidad que los ‘dichosos
pueblos’ muestran para hacer el gilipollas a lo largo de la historia. La
guerra en la ex-Yugoslavia nos demuestra con hechos, con especulaciones,
la capacidad que sigue teniendo la Muy Vieja y Noble Europa (MVNE) para
poner muertos encima de la mesa y seguir hablando de sí misma.

Como consecuencia de la Derrota de Alemania en la I Guerra Mundial,
surgieron los Tratados de Trianon y Versalles. Como consecuencia de la
derrota de Alemania en la II Guerra Mundial surgió el Tratado de Yalta.
Los tratados resultantes de la I Guerra Mundial impusieron una nueva
cartografía en centro Europa inventada por los vencedores: nació
Checoeslovaquia (hoy Chequia y Eslovaquia), Yugoslavia (es hoy lo que ya
sabemos) y se retocaron las fronteras de Alemania al Este y Oeste. Como
consecuencia del tratado de Yalta se volvieron a retocar las fronteras
de Alemania (la partieron).

Gensher (una antiguo ministro de Asuntos Exteriores Alemán, miembro del
partido liberal, fue muy activo y ¡eficaz! en la demolición de los
Tratados de Trianon y Yalta. Cuando murio el Mariscal Tito (Presidente
Permanente de la ex-Yugoslavia), Francia, Inglaterra y Alemania saltaron
como hienas sobre dicho territorio y los unos y los otros buscaron y
configuraron sus antiguos aliados. Así fue como los que habían sido los
buenos en la II Guerra Mundial, los serbios, se convirtieron por culpa
de unas nacioncitas con ínfulas de potencia (Francia y Gran Bretaña) en
los malos muy malos y en los nuevos nazis. Todos en Europa sabemos, los
unos como yo lo decimos con la boca pequeña y el resto se lo callan, que
en la creación del monstruo hipernacionalista ‘Slovo’ (defensor de la
ex-Yugoslavia, primero y después de la Gran Serbia), defensor de los
efectos del Tratado de Trianon, tienen gran responsabilidad Francia y el
Reino Unido.

“Es que se les fue de las manos”, me dicen algunos analistas. Bien. De
todos modos es un peligro que no hubiera existido si hubieran renunciado
a la rancia geopolítica de potencias de tres al cuarto dispuestas a
reeditar el pasado y a inflar el pecho.

Francia de un lado, ha considerado que el área de influencia del marco
(la moneda) constituía un verdadero tapón para su crecimiento económico
y geopolítico hacia el Este, Alemania de la suya ha considerado que
tenía derecho a su espacio natural. La diferencia en la presente
reedición de las guerritas franco-alemanas es que ahora los malos han
sido los franceses, los más activos en el embargo militar a Bosnia (a lo
que no se les brindó ni la posibilidad de defenderse). Si su
comportamiento es de por sí ruín, resulta todavía más incomprensible si
lo ocurrido se obseva desde la perspectiva del euro o moneda única.

No es casual que sean precisamente Francia y Alemania —también Austria—,
los países que tienen las extremas derechas más activas. Países, oh
casualidad, que han poseído a lo largo de la historia fronteras físicas
polémicas y que no hacen más que desestabilizar la imagen de marca, el
marketing, de sus respectivos estados-nación.

Si se le dedica tiempo a revisar las distintas historias nacionales de
los países de la ‘MuyViejayNobleEuropa’ y sobremanera a revisar lo que
se dice de los países vecinos (lo que los unos nos decimos de los otros,
putos clichés, casi siempre aberrantes, que transmitimos de generación
en generación); si nos pusiéramos, de verdad, con ganas, luces y
taquígrafos, a revisar el marketing de todos los nacionalismos y todas
las identidades, las amenzadas y las no amenazadas, estaríamos,
entonces, ya lo creo, haciendo algo positivo por las nuevas
generaciones.

¿Se resolverá el expediente entre judíos y palestinos según la reglas de
la geopolitica del siglo XIX?, ¿se resolverá con ejércitos propios,
aduanas propias y barreras religiosas a la antigua usanza? Ya sé que
Jerusalén es una ciudad santa y del alto valor simbólico para todas las
partes, pero también sé que no existe fuerza sobre la tierra capaz de
mitigar mi artazgo de tanta santurronería ¡territorial!. ¿Puede la Unión
Europea influir, con buen juicio, en el expediente palestino-judío? Me
temo que no, la Unión Europea es, por el momento, un cadáver
intelectual.

Antonio Yuste



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